jueves, 28 de agosto de 2008

POBRES NUEVOS RICOS

Existe a nuestro alrededor un tipo de persona al que me gustaría dedicar unas líneas: Están entre nosotros; puede ser un cuñado, un amigo, el vecino del quinto, un compañero de trabajo e incluso alguien al que acabamos de conocer.

El personaje en cuestión se caracteriza por un afán irreprimible de tirarnos su dinero, o su posición a la cara a la minima oportunidad. Es ese sujeto al que saludas en la cola del banco y la conversación transcurre más o menos así: (Esto es real, me ocurrió el otro día)

-Hola, ¿que tal? –Hago un saludo de cortesía, sin más pretensiones.
-Pues bien, aquí haciendo unas gestiones –Contestación también cortes por su parte. Hasta aquí todo bien.
-Vaya día de calor que esta haciendo hoy ¿no? –Quien me mandaría a mí hacer esa pregunta con lo guapo que estoy callado. Para el tipo de persona al que me estoy refiriendo, esa pregunta es toda una tentación, y como decía Serrat “lo mejor para acabar con la tentación es caer de lleno en sus brazos”. Y así, haciendo caso a Serrat, contestó sin cortarse:
-Sí, la verdad es que hace un calor insoportable. La culpa es del grado de humedad tan alto que hay en el aire. Ahora, para humedad, la que se respira en las cataratas del Iguazú, donde estuve el mes de Julio pasado con mí mujer, allí si que parece que el aire te abrasa al entrar en los pulmones. Sin embargo, el año anterior estuvimos en Pekín, y allí al haber menos humedad parece que se respira mejor. En Pekín el problema no es la humedad, es la contaminación que no te deja respirar.

Estuve en un tris de contestarle que mi mujer y yo habíamos estado la semana pasada en Bronchales provincia de Teruel, pero me contuve para no humillarlo, y lo que es más importante, para no parecerme a él.

Para este tipo de individuo cualquier pregunta que le hagas es buena para contestarte que se ha comprado un coche nuevo, turbo inyección con 2000 caballos tres yeguas y no sé cuantos cilindros con inyectores de fluctuación concordioval. Que tiene un chalé en la sierra al qué no va nunca por que prefiere el apartamento de Marina D`or, y que el otro apartamento, el que tiene en el Perelló, lo ha dejado para que lo disfruten sus hijos.

A propósito de hijos: Como se te ocurra preguntarle por ellos estas perdido irremediablemente; sus hijos son los mejores en todo, su inteligencia es tal que hace subir la media del país, sus notas del instituto o universidad son impresionantes, y además dominan distintos idiomas con facilidad.

Muchas veces lo patético del personaje reside en que todos sabemos en el pueblo (porque en los pueblos se sabe todo), que lo que su hijo estudia en el apartamento del Perelló son: “Ciencias de la distribución y el marketing, aplicadas a la venta y consumo de productos de droguería variada con origen en Colombia o en el sureste asiático”. Y que de idiomas nada de nada, su hija solo el francés y mal hecho. Perdón, quería decir mal hablado.

A todo esto, y si durante el monologo, se te ocurre decir algo de tus hijos, ó de tú coche, ó de lo que sea, su táctica es hacer como que no han oído nada y continuar con lo que estaban diciendo cuando los interrumpiste, como si no existieras, como si fueras transparente, como si dijeran sin decirlo: “Y a mí que me importa tu puto Nissan Micra de mierda, pobre desgraciado. A veeeer, que yo te estoy hablando de un turbo inyección de 2000 caballos y tres yeguas con cilindros e inyectores de fluctuación concordioval, y que como me vuelvas a interrumpir te voy a meter un puñetazo en la cara, tonto del culo”.

Ahora hablando en serio: Se trata de nuevos ricos, cuya vida solo tiene sentido en función del dinero y de los bienes que poseen, personas zafias, acomplejadas, que admiran y respetan al que tiene más que ellos, y se regodean de los que consideran inferiores, tratando de tirarles su dinero a la cara a la minima oportunidad.

Estas líneas son para todos ellos, con mis mejores deseos de que esta crisis, que ya está aquí, se los lleve al diablo.

sábado, 23 de agosto de 2008

RECORDANDO A RON

Se llamaba Ron y siempre venía a recibirnos cuando llegábamos a casa. Han pasado dos años desde que no esta con nosotros. Dos años y aún le oigo correr por el pasillo cuando introduzco la llave en la cerradura de la puerta, aún tengo la sensación de que al abrirla aparecerá ante mí, como siempre, como todos los días, moviendo todo su cuerpo de alegría, corriendo el pasillo en sentido inverso para después regresar con la misma rapidez y lamer mí mano, o la de mí mujer, o el zapato, o el pantalón, daba igual, era su forma de decirnos que estaba contento, que nos esperaba, que nos quería. Después, una vez recuperada la calma habitual en él, se sentaba frente a nosotros, observándonos, feliz de que ya estuviéramos con él en casa.

Su felicidad iba ligada estrechamente a nuestra presencia. Ahora con la perspectiva que nos da su ausencia, Nuria y yo sabemos, que él también era una parte importante en nuestra felicidad, era parte de nuestra familia, era el niño que no teníamos; al que había que llevar al médico cuando estaba malo, darle de comer, comprarle juguetes, llevarlo a lavar, sacarlo a pasear, y él siempre agradecido, siempre demostrándonos su cariño.

Ron era un perro tranquilo, pacifico. Nunca tuvo un mal gesto para con nadie, ya fuera conocido o desconocido para él, nunca un gruñido, nunca un mordisco, incluso nunca ladraba. Yo siempre le decía a Nuria; “cariño, este perro no sabe ladrar”. Solo había una cosa que le hacía perder su habitual flema, que le hacía perder los nervios casi tanto como nuestra llegada por las tardes… la comida. Cuando recogíamos de la mesa los restos de la comida, ó de la cena, ó de la paella de los domingos, entonces Ron se transformaba, perdía su dignidad de Husky de raza milenaria forjada por sus antepasados en las nieves arrastrando trineos de esquimales, y ajeno a su pedigrí se comportaba cual can callejero muerto de hambre, receloso de que nadie le quite el hueso repelado que acaba de encontrar. Después una vez saciado, bebía agua y regresaba a su calma habitual, a su sitio de siempre, entre nuestros pies, como si no hubiese pasado nada, con la dignidad de su raza totalmente recuperada.
Maldito invierno de hace cuatro años en que lo dejamos solo en el chalé de Montserrat. Nos estaban reformando la casa, y mi mujer Nuria y yo tuvimos que buscar un sitio de alquiler para vivir mientras se terminaban las obras. En estas circunstancias, optamos por dejar a nuestro perro en el chalé, ojala y no lo hiciéramos. Después supimos que aquella zona era endémica de una grave e incurable enfermedad canina, la “leishmaniosis” que se transmitía a través de la picadura del mosquito. Ron enfermó. Con recaídas y mejorías aún estuvo a nuestro lado dos años más. Lo cuidamos, le dimos medicación cuando la necesitó. Nosotros mismos le pinchábamos sus inyecciones diarias, pero poco a poco se fue apagando, su extrema delgadez no auguraba nada bueno. Y así, un buen día dejó de comer. Ya no perdía su dignidad detrás de las sobras de la comida, ya no le importaba la paella, ya no le importaba… la vida.

Fue una tarde triste. Ron había empeorado. Devolvía entre estertores la poca comida que podíamos darle con la ayuda de una jeringuilla grande llena de papilla que introducíamos en su garganta. Y entonces tomamos la decisión más triste, la que estuvimos aplazando por todos los medios, la que nos resistíamos a tomar pero que era inevitable.

Lo envolvimos en una vieja sábana, subimos al coche, y lo llevamos al veterinario. Nuria no pudo entrar. Yo entré con el médico en una fría habitación que había a modo de consulta, deposite el cuerpo de Ron en una todavía más fría mesa de aluminio. Mientras preparaban la inyección, tome su cabeza y empecé a rascarle como a él le gustaba, entre las orejas. Con su cuerpo totalmente inerte, aún tenía fuerzas para lamerme la mano, como dándome las gracias, como cuando venía a recibirme a la puerta de casa. Puse su cabeza entre mis manos mientras el líquido de la inyección comenzaba a entrar en sus venas, sus ojos fijos en mí se apagaron lentamente para siempre. Entre sollozos nos volvimos a casa dejando un trozo de nuestro corazón en la fría mesa de aquella clínica.

Se llamaba Ron y siempre venía a recibirnos cuando llegábamos a casa…