Mostrando entradas con la etiqueta RECUERDOS. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta RECUERDOS. Mostrar todas las entradas

domingo, 3 de mayo de 2009

Felíz Día de la Madre


Pues nada simplemente unirme a todas las personas que en el día de hoy felicitan a sus madres y a los que como yo no podemos felicitarlas, por que no se encuentran a nuestro lado ya, pues recordarles que siempre nos acompañaran en nuestro corazón.









sábado, 30 de agosto de 2008

EL BAUL DE LOS RECUERDOS

Conforme cumplimos años, perdemos la capacidad de asombrarnos por las cosas que suceden a nuestro alrededor o directamente en nuestras vidas. Y así, pasan a ser hechos habituales o rutinarios, lo que en algún momento fue algo importante para nosotros; aquello que sentimos la primera vez que entramos en la clase del colegio siendo niños, la primera vez que vimos el mar, un cometa atravesando el cielo, la sensación de subir en nuestra bicicleta solo con dos ruedas, nuestro primer amor, el primer beso.

La mejor forma de recuperar aquellas sensaciones, es hacer un esfuerzo por recordar aquello que hicimos, o aquello que nos pasó, por primera vez. No se trata de un ejercicio de añoranza de la niñez o de la adolescencia, o tal vez sí. Pero en cualquier caso les aseguro que es gratificante el hurgar en el baúl de los recuerdos de nuestra mente, siempre encontraremos sensaciones olvidadas, personas que desaparecieron de nuestras vidas y que en algún momento significaron algo para nosotros, familiares a los que no vemos desde hace tiempo y de los que ni nos acordábamos. Les aseguro que todos están ahí, en nuestro cerebro. Solo hay que rebuscar.

Para ser consecuente, quiero contarles mi primer día de playa:
Mi padre era andaluz de Jaén, nunca quiso ser aceitunero altivo como los del poema de Miguel Hernández. Desde muy joven vio con claridad que el trabajo, escaso por aquellas tierras del sur de España, había que ir a buscarlo a donde lo hubiera. De cómo cumplió con esa premisa a rajatabla, puede dar idea el hecho de que conociera a mi madre trabajando en la vendimia en los campos manchegos (ella es manchega, de Alcazar de San Juan), que mi hermano mayor naciera en Pontevedra, que yo lo hiciera en Madrid, y que acabáramos todos viviendo definitivamente en un pequeño pueblo de Valencia. Era el año 1965.

Yo tenía seis años y hacía dos meses que mi madre, mi hermano y yo habíamos llegado procedentes de Madrid. Mi padre ya estaba allí desde hacía un año para incorporarse al trabajo y buscar un sitio donde vivir. Había alquilado una casa a medias con otra familia con la que había coincidido en este pueblo de la periferia de Valencia en la búsqueda de mejores condiciones de vida.

De aquella casa recuerdo el pasillo que había nada más entrar, a su derecha estaban las puertas de acceso a tres habitaciones que conformaban nuestro “hogar”, al final otra puerta daba acceso a un patio. Atravesándolo se accedía a lo que en su momento debió ser un almacén de productos agrícolas y que la destreza en la albañilería de mi padre y su amigo habían convertido en tres habitaciones más. De esta forma el pasillo de entrada y el patio se convertían en lugares de convivencia forzada para ambas familias. También compartíamos el único retrete existente (una caseta a la derecha del patio) y la pila, con el único grifo de agua corriente de toda la casa.

Aquel patio era todo mi mundo en aquel momento. Recuerdo que mi madre lo regaba todas las tardes para que el polvo del suelo no entrara en las casas, aquel olor a tierra mojada permanece en mi particular baúl de recuerdos y a veces acude a mí, sin yo llamarlo, sin pedir permiso, al pasar junto a jardines recién regados, o cualquier día lluvioso en el que esté cerca del campo. También recuerdo las horas de juegos con mí hermano y los hijos del vecino, y cómo mi madre nos bañaba a mi hermano y a mí todas las tardes, en un gran barreño de aluminio con asas que llenaba de agua con una manguera; cómo nos enjabonaba enérgicamente con una esponja mientras hacía alusión a lo guarros que éramos los dos. Después me dejaba jugar con el agua dentro del barreño mientras secaba a mi hermano con una toalla. Aquel ritual diario quedó grabado en mí memoria para siempre.

Un día, mientras cenábamos, mi padre dijo que el domingo nos íbamos todos a la playa.
-Papa, ¿qué es la playa? –Pregunté yo.
-La playa es…
-Un sitio donde hay mucha agua, peces, arena y además te puedes bañar –interrumpió mi hermano.
-Tete, ¿los peces muerden? –yo continuaba indagando.
-Tú estás tonto, cómo van a morder los peces –me contestó, mientras me daba una palmada en la cabeza (muy habitual en él).

Yo no había visto nunca el mar y resultaba, sin yo saberlo, que vivíamos casi al lado. Estaba deseando que llegara aquel domingo.

Y aquel domingo llegó. Mi madre había preparado la comida y la había puesto en una bolsa; en otra iban las toallas y dos botellas de cristal llenas de agua del grifo. Los bañadores los llevábamos puestos debajo de la ropa. Mi padre cargó con las bolsas mientras mí madre nos cogía a cada uno de una mano y así de esta forma nos fuimos andando hasta la parada del tranvía que nos llevaría hasta la playa.

El trayecto hasta el mar se hizo interminable, aquel “tren” se detenía cada dos minutos, el calor era asfixiante, y no paraba de entrar en él gente y más gente cargada con bolsas, sombrillas, toallas. Mi padre me tuvo que rescatar de entre las piernas de toda aquella masa humana cogiéndome en brazos para que pudiera respirar.

Por fin el tranvía se detuvo y toda la gente empezó a bajar, nosotros también. Anduvimos un corto camino desde la parada hasta la playa. Cuando por fin llegamos, creo recordar que me quedé mirando las olas sin decir nada, asombrado y tal vez asustado de ver aquella gran cantidad de agua. Retrocedí unos pasos hasta ponerme a la altura de mi padre y así poderme asir a la seguridad que me daba su mano. Ya estábamos en bañador. Mí hermano estiraba de mí mano para que fuéramos a bañarnos. Pero mi única experiencia en baños era mi querido barreño de aluminio con asas de mi patio y aquella gran masa de agua empezaba a darme pánico. Nada más meter los pies en el mar, una ola me golpeó haciéndome caer y tragar agua salada… asquerosa. Me puse a llorar y decidí que aquella forma de bañarse no era para mí. Además estaba seguro de que los peces mordían.

En fin, mi primer contacto con el mar fue inolvidable pero desastroso. Pasé el resto del día jugando con la arena, y aguantando a mi hermano que de vez en cuando venía a donde estaba yo y me daba en la cabeza con la mano mientras me llamaba “cobardica”.

Después pasó el tiempo y mi mundo pequeñito de aquel patio de mi vieja casa se fue haciendo cada vez más grande, hubo más días de playa, descubrí el maravilloso sitio donde vivía (junto al Mediterráneo), fui al colegio, hice amigos (algunos para toda la vida), y cuando empecé a llamar a aquel pueblecito valenciano “mi pueblo” comprendí que aquella era mi tierra, que allí estaba mi casa.

sábado, 23 de agosto de 2008

RECORDANDO A RON

Se llamaba Ron y siempre venía a recibirnos cuando llegábamos a casa. Han pasado dos años desde que no esta con nosotros. Dos años y aún le oigo correr por el pasillo cuando introduzco la llave en la cerradura de la puerta, aún tengo la sensación de que al abrirla aparecerá ante mí, como siempre, como todos los días, moviendo todo su cuerpo de alegría, corriendo el pasillo en sentido inverso para después regresar con la misma rapidez y lamer mí mano, o la de mí mujer, o el zapato, o el pantalón, daba igual, era su forma de decirnos que estaba contento, que nos esperaba, que nos quería. Después, una vez recuperada la calma habitual en él, se sentaba frente a nosotros, observándonos, feliz de que ya estuviéramos con él en casa.

Su felicidad iba ligada estrechamente a nuestra presencia. Ahora con la perspectiva que nos da su ausencia, Nuria y yo sabemos, que él también era una parte importante en nuestra felicidad, era parte de nuestra familia, era el niño que no teníamos; al que había que llevar al médico cuando estaba malo, darle de comer, comprarle juguetes, llevarlo a lavar, sacarlo a pasear, y él siempre agradecido, siempre demostrándonos su cariño.

Ron era un perro tranquilo, pacifico. Nunca tuvo un mal gesto para con nadie, ya fuera conocido o desconocido para él, nunca un gruñido, nunca un mordisco, incluso nunca ladraba. Yo siempre le decía a Nuria; “cariño, este perro no sabe ladrar”. Solo había una cosa que le hacía perder su habitual flema, que le hacía perder los nervios casi tanto como nuestra llegada por las tardes… la comida. Cuando recogíamos de la mesa los restos de la comida, ó de la cena, ó de la paella de los domingos, entonces Ron se transformaba, perdía su dignidad de Husky de raza milenaria forjada por sus antepasados en las nieves arrastrando trineos de esquimales, y ajeno a su pedigrí se comportaba cual can callejero muerto de hambre, receloso de que nadie le quite el hueso repelado que acaba de encontrar. Después una vez saciado, bebía agua y regresaba a su calma habitual, a su sitio de siempre, entre nuestros pies, como si no hubiese pasado nada, con la dignidad de su raza totalmente recuperada.
Maldito invierno de hace cuatro años en que lo dejamos solo en el chalé de Montserrat. Nos estaban reformando la casa, y mi mujer Nuria y yo tuvimos que buscar un sitio de alquiler para vivir mientras se terminaban las obras. En estas circunstancias, optamos por dejar a nuestro perro en el chalé, ojala y no lo hiciéramos. Después supimos que aquella zona era endémica de una grave e incurable enfermedad canina, la “leishmaniosis” que se transmitía a través de la picadura del mosquito. Ron enfermó. Con recaídas y mejorías aún estuvo a nuestro lado dos años más. Lo cuidamos, le dimos medicación cuando la necesitó. Nosotros mismos le pinchábamos sus inyecciones diarias, pero poco a poco se fue apagando, su extrema delgadez no auguraba nada bueno. Y así, un buen día dejó de comer. Ya no perdía su dignidad detrás de las sobras de la comida, ya no le importaba la paella, ya no le importaba… la vida.

Fue una tarde triste. Ron había empeorado. Devolvía entre estertores la poca comida que podíamos darle con la ayuda de una jeringuilla grande llena de papilla que introducíamos en su garganta. Y entonces tomamos la decisión más triste, la que estuvimos aplazando por todos los medios, la que nos resistíamos a tomar pero que era inevitable.

Lo envolvimos en una vieja sábana, subimos al coche, y lo llevamos al veterinario. Nuria no pudo entrar. Yo entré con el médico en una fría habitación que había a modo de consulta, deposite el cuerpo de Ron en una todavía más fría mesa de aluminio. Mientras preparaban la inyección, tome su cabeza y empecé a rascarle como a él le gustaba, entre las orejas. Con su cuerpo totalmente inerte, aún tenía fuerzas para lamerme la mano, como dándome las gracias, como cuando venía a recibirme a la puerta de casa. Puse su cabeza entre mis manos mientras el líquido de la inyección comenzaba a entrar en sus venas, sus ojos fijos en mí se apagaron lentamente para siempre. Entre sollozos nos volvimos a casa dejando un trozo de nuestro corazón en la fría mesa de aquella clínica.

Se llamaba Ron y siempre venía a recibirnos cuando llegábamos a casa…